Un colectivo equivale a 60 autos y transporta a 72 personas, cuidemos el medio ambiente priorizando el transporte público. Sí a los carriles exclusivos, afirma la inscripción lateral del interno de la línea 152 que acababa de encerrarme contra el cordón de la vereda.
Mientras lo veía alejarse dejando detrás de sí una espesa cortina de humo negro que emanaba de su caño de escape, recordé otra de las leyendas que sobre la misma temática había leído durante el transcurso de esta semana, como Dejemos los túneles para los topos y veamos que linda es Bs. As. Sí a los carriles exclusivos; u otro de connotaciones existencialistas: El tiempo que perdés también es parte de tu vida y los carriles exclusivos son parte de la solución.
¡No a los carriles exclusivos! sentenciaba como contrapartida el letrero del vidrio trasero del taxi que tenía adelante. Estaba claro que las últimas disposiciones del flamante gobierno porteño habían hecho resurgir la clásica y siempre latente rivalidad entre colectiveros y tacheros. Esta verdadera puja dialéctica de eslogans contrastaba con las muy eventuales inscripciones que antes de iniciado el conflicto se podían leer en la luneta trasera de algunos colegas, en las que por lo general se solicitaba los servicios de algún chofer tanto para el turno de la noche como el del día.
No obstante, fue un letrero en particular el que hacía unos días había llamado mi atención, el que con cierto aire de ironía advertía Mantener distancia. Auto Escuela. Dicha inscripción me había hecho reflexionar sobre algunas de las singularidades de un oficio en el que en muchas oportunidades son los pasajeros los que ofician de guías, indicando cuál es el camino que se debe seguir para llegar al destino al que pretenden arribar. Sin embargo, a la hora de abonar la tarifa que indica el reloj se invierten los roles, porque son los instructores los que le pagan a sus discípulos por los servicios prestados. Supuse que en dichos casos la tarifa podría ser interpretada como una suerte de indemnización por los trastornos padecidos durante el viaje como el sorteo de toda clase de baches, los bocinazos y la alusión de los otros automovilistas a parientes por demás cercanos.
En el semáforo de Juan B. Justo y Libertador mis divagaciones fueron interrumpidas por una voz ronca que me decía “está flojo el laburo”. Al girar mi cabeza me topé con un individuo con dos deterioradas muletas de madera que me propuso: “te las cambio por el carro”, mientras me dedicaba una sonrisa cómplice con sus únicos dos dientes, y luego agregó: “mirá que con éstas la hacés, eh”.
“Dejámelo pensar”, le respondí, pero cuando la luz pasó de rojo a amarillo la conversación se interrumpió y lo vi dirigirse hacia la esquina para interpretar su rol de inválido; y yo decidí poner primera para seguir improvisando el mío de conductor de vehículo de uso público.
02 junio, 2008
30 mayo, 2008
El otro riojano
Acababa de cruzar el puente de uno de los diques de Puerto Madero y me disponía a girar por la rotonda que suelo identificar como “la fuente del chorro de agua que está en frente de la réplica del auto de Fangio”, cuando desde una de las esquinas del Hilton el brazo derecho de un hombre de saco y corbata llamó mi atención. El sujeto en cuestión: un individuo de unos cuarentipico de baja estatura, tez morena y abdomen prominente. Sin interrumpir el diálogo que mantenía con su celular me dijo que lo llevara a Callao y Arenales. Me dispuse a girar por la susodicha rotonda con rumbo a Moreau de Justo, pero el pasajero interrumpió su conversación para -con inconfundible acento riojano (cómo olvidarlo)- objetarme: -No papito, seguí derecho nomás, a mí no me quieras pasear, mirá que yo no soy turista, eh. Luego prosiguió con su charla telefónica, algunos de cuyos fragmentos paso a transcribir: "¿Que adónde estuve ayer? y... desaparecido en acción, es que no sabés qué masita me he comido... después te cuento bien. Bueno, te he llamado para ver si me podés dar una mano con el tema del gasoducto, para ver si te podés encargar del asunto del papeleo y todo ese boludeo, viste. ¿Que cuánto hay? y... calculá entre un 10 y un 7, igual todavía anda medio trabado el tema con el gallego que tiene que firmar. Es que se hace el verga dura y no quiere hacer 600 kilómetros para ir hasta Comodoro Rivadavia, pero yo ya me estoy tomando un avión para ver cómo lo puedo arreglar. Bueno papito después seguimos hablando". A esa altura de la conversación nos encontrábamos atascados con el tráfico habitual de la avenida Córdoba. Fue entonces que me pidió que me apurara. Le contesté que avanzaba lo más que el tráfico me permitía a lo que me respondió -Dale, querido que si querés una moneda más yo te la doy, pero vos metele pata, mirá que yo sé bien cómo funciona el tema porque soy amigo personal de Viviani y todos los muchachos del sindicato. (De ello no me cabía duda). Al llegar a la esquina de Arenales el reloj marcó $12.85. Me pagó con 13 pesos y me dijo que me quedara con el vuelto, supongo que esa era la moneda a la que había hecho referencia. Mientras apagaba el reloj tuve la impresión de haberme topado con uno más de los tan particulares personajes que nutren el catálogo de la fauna urbana, a los que la ficción suele caricaturizar, pero a los que sólo la realidad puede engendrar.
En Venezuela se le dice dar la cola
Subiendo por Sinclair giré mi cabeza hacia la izquierda y fue ese improvisado movimiento el que me permitió divisar el brazo levantado de una mujer de unos cuarentipico al que el conductor del tacho vacío que tenía adelante no divisó. Apenas se acomoda en el asiento trasero me indicó que debíamos ir a Tucumán al 2600 y luego me preguntó:
-¿Cómo es que le dicen ustedes cuando alguien se ofrece a llevarte con el carro a algún lugar que le queda de pasada?
Le contesté que nosotros lo llamamos acercar.
-Ah, claro, acercar. Fíjate que nosotros allá en Venezuela le decimos a lo que ustedes llaman acercar “dar la cola”, pero me han dicho que eso tiene otro significado acá. Figúrate que los otros días le pedí a un conocido que iba hacia donde yo vivo que me diera la cola y me puso una cara de sorpresa que para qué te cuento, pero cuando me dijeron lo que aquí significaba casi me muero de vergüenza.
En ese momento pensé que quizás la confusión hubiera sido aun más grande si la que se ofrecía a dar la cola hubiera sido ella, puesto que no es por subestimar la tan mentada generosidad latinoamericana, pero como un gesto de gratitud por acercar a alguien un par de cuadras me parece un poco excesivo. Luego de un corto suspiro agregó:
-A ustedes los hombres sí que se les hace todo más fácil.
Le pregunté a qué se refería.
-Y claro, fíjate que nosotras para ir a trabajar o nomás para salir a la calle tenemos que pensar qué nos vamos a poner, que los zapatos nos combinen con la pollera o la cartera etc., en cambio ustedes se ponen lo que tienen a mano y listo. Además un hombre de más de 40 todavía puede ser guapo, en cambio nosotras a esa edad ya comenzamos a ser viejas. Incluso a un señor de 60 se lo puede considerar como un hombre maduro, en cambio a nosotras a esa edad para lo único que servimos es para cuidar a los nietos.
Le contesté que alguna ventaja ellas tendrán sobre nosotros, a lo que me replicó "Ah, ya sé, me vas a decir que el ser madres… vaya ventaja. Que no me escuche mi gordo, pobre" Supuse que debía analizar con más detalle el tema, pero en principio tuve la impresión de que algo de razón tenía y que el poder jugar a la batalla naval con las pelotitas de naftalina no era nuestro único privilegio sobre el sexo opuesto. Al llegar a la intersección de Tucumán y Pueyrredón me dijo:
-Bueno, qué lata te he dado, pero supongo que ustedes deben estar un poco acostumbrados porque seguro que la gente los debe utilizar como psicólogos.
Puse el reloj en cero y me dirigí hacia la esquina donde me pareció divisar el brazo levantado de un nuevo pasajero o debería decir paciente.
-¿Cómo es que le dicen ustedes cuando alguien se ofrece a llevarte con el carro a algún lugar que le queda de pasada?
Le contesté que nosotros lo llamamos acercar.
-Ah, claro, acercar. Fíjate que nosotros allá en Venezuela le decimos a lo que ustedes llaman acercar “dar la cola”, pero me han dicho que eso tiene otro significado acá. Figúrate que los otros días le pedí a un conocido que iba hacia donde yo vivo que me diera la cola y me puso una cara de sorpresa que para qué te cuento, pero cuando me dijeron lo que aquí significaba casi me muero de vergüenza.
En ese momento pensé que quizás la confusión hubiera sido aun más grande si la que se ofrecía a dar la cola hubiera sido ella, puesto que no es por subestimar la tan mentada generosidad latinoamericana, pero como un gesto de gratitud por acercar a alguien un par de cuadras me parece un poco excesivo. Luego de un corto suspiro agregó:
-A ustedes los hombres sí que se les hace todo más fácil.
Le pregunté a qué se refería.
-Y claro, fíjate que nosotras para ir a trabajar o nomás para salir a la calle tenemos que pensar qué nos vamos a poner, que los zapatos nos combinen con la pollera o la cartera etc., en cambio ustedes se ponen lo que tienen a mano y listo. Además un hombre de más de 40 todavía puede ser guapo, en cambio nosotras a esa edad ya comenzamos a ser viejas. Incluso a un señor de 60 se lo puede considerar como un hombre maduro, en cambio a nosotras a esa edad para lo único que servimos es para cuidar a los nietos.
Le contesté que alguna ventaja ellas tendrán sobre nosotros, a lo que me replicó "Ah, ya sé, me vas a decir que el ser madres… vaya ventaja. Que no me escuche mi gordo, pobre" Supuse que debía analizar con más detalle el tema, pero en principio tuve la impresión de que algo de razón tenía y que el poder jugar a la batalla naval con las pelotitas de naftalina no era nuestro único privilegio sobre el sexo opuesto. Al llegar a la intersección de Tucumán y Pueyrredón me dijo:
-Bueno, qué lata te he dado, pero supongo que ustedes deben estar un poco acostumbrados porque seguro que la gente los debe utilizar como psicólogos.
Puse el reloj en cero y me dirigí hacia la esquina donde me pareció divisar el brazo levantado de un nuevo pasajero o debería decir paciente.
El gato egipcio
Circulaba por Suipacha cuando decidí doblar en dirección a Arenales. Fue entonces que me pregunté cuáles habrían sido los méritos militares, políticos o de otras índoles que le merecieron al tal Arenales el hacerse adjudicatario del nombre de una calle. No obstante, en mi muy personal guía de la ciudad los nombres de muchas calles tenían connotaciones que en mi memoria remitían a algunos pasajeros en particular. Algunos de dichos recuerdos me resultaban tan remotos que me incitaban a interrogarme acerca de cuáles eran las reales fronteras de la memoria. "La memoria nos recuerda que debemos olvidar", era una frase cuya autoría -no estaba del todo seguro, pero como otras tantas citas célebres- se la han adjudicado a Borges; aunque en un futuro no muy lejano no me extrañaría que al poeta de la mirada perdida también se lo responsabilizara de frases como "que la fuerza esté contigo".
Mis deliberaciones fueron interrumpidas por el brazo levantado de una mujer de unos setenta a ochenta y pico de años, quien apenas subió me preguntó, con una muy correcta pronunciación, si mi apellido era Schweitzer. Casi por reflejo condicionado le contesté que sí, igual que el célebre doctor. Luego le pregunté si hablaba en alemán, a lo que me respondió que no, pero que había sido profesora de Bellas Artes y que siempre le había dado mucha importancia a la correcta pronunciación de los distintos apellidos. Luego agregó que también había sido egiptóloga y que en los años 70 había trabajado en excavaciones en El Cairo (parecía que acababa de levantar a la mismísima abuela de Indiana Jones) y la conversación derivó a temas afines a sus expediciones, como las pirámides y los mosquitos y cocodrilos del Nilo.
Una vez concluido el viaje contemplé la posibilidad de que de aquí en más la calle Arenales se me representara asociada al recuerdo de la anciana aventurera. Mis reflexiones fueron otra vez interrumpidas por el grito de TAXI de otra mujer de unos cincuenta y pico. Antes de que tuviera tiempo de interrogarla por la dirección a donde debía llevarla, me preguntó qué número era el gato. En ese momento se me representó la idea de un gato egipcio, pero le pregunté a qué gato se refería. Me contestó: "al número de lotería, porque mi hijo me llamó recién para decirme que pisó un gato con el auto y quiero jugarle a la lotería a ver si tengo suerte". Luego me dijo que debíamos ir lo antes posible a Tucumán y Maipú. Le propuse tomar por el bajo, pero insistió en ir directamente por Maipú. Cuando la marcha del tráfico comenzó a circular en forma excesivamente lenta, decidió bajar tres cuadras antes del destino prefijado, dejándome varado en el caótico microcentro porteño.
Mientras intentaba buscar la manera de zafar de la incómoda situación a la que la desconsiderada pasajera me había expuesto, pensé que quizás Borges tenía razón y eran los filtros de la memoria los que evitaban que muchas de las calles de la ciudad me remitieran al recuerdo indeleble de clientes excesivamente hincha pelotas.
Mis deliberaciones fueron interrumpidas por el brazo levantado de una mujer de unos setenta a ochenta y pico de años, quien apenas subió me preguntó, con una muy correcta pronunciación, si mi apellido era Schweitzer. Casi por reflejo condicionado le contesté que sí, igual que el célebre doctor. Luego le pregunté si hablaba en alemán, a lo que me respondió que no, pero que había sido profesora de Bellas Artes y que siempre le había dado mucha importancia a la correcta pronunciación de los distintos apellidos. Luego agregó que también había sido egiptóloga y que en los años 70 había trabajado en excavaciones en El Cairo (parecía que acababa de levantar a la mismísima abuela de Indiana Jones) y la conversación derivó a temas afines a sus expediciones, como las pirámides y los mosquitos y cocodrilos del Nilo.
Una vez concluido el viaje contemplé la posibilidad de que de aquí en más la calle Arenales se me representara asociada al recuerdo de la anciana aventurera. Mis reflexiones fueron otra vez interrumpidas por el grito de TAXI de otra mujer de unos cincuenta y pico. Antes de que tuviera tiempo de interrogarla por la dirección a donde debía llevarla, me preguntó qué número era el gato. En ese momento se me representó la idea de un gato egipcio, pero le pregunté a qué gato se refería. Me contestó: "al número de lotería, porque mi hijo me llamó recién para decirme que pisó un gato con el auto y quiero jugarle a la lotería a ver si tengo suerte". Luego me dijo que debíamos ir lo antes posible a Tucumán y Maipú. Le propuse tomar por el bajo, pero insistió en ir directamente por Maipú. Cuando la marcha del tráfico comenzó a circular en forma excesivamente lenta, decidió bajar tres cuadras antes del destino prefijado, dejándome varado en el caótico microcentro porteño.
Mientras intentaba buscar la manera de zafar de la incómoda situación a la que la desconsiderada pasajera me había expuesto, pensé que quizás Borges tenía razón y eran los filtros de la memoria los que evitaban que muchas de las calles de la ciudad me remitieran al recuerdo indeleble de clientes excesivamente hincha pelotas.
La abnegada yidische mame
El dilema era si seguir por Ayacucho o doblar en Quintana. A esa hora de la mañana había más potenciales pasajeros circulando por Ayacucho, pero siguiendo los impulsos de mi intuición decidí doblar a la derecha. Apenas puse el guiño, como si estuviera esperando mi arribo, me topé con el brazo levantado de una señora de unos setentipico con una valija con rueditas, cuyas modestas vestimentas no concordaban con los atuendos habituales de los moradores del barrio de la Recoleta.
Mientras me pedía que la ayudara a subir la valija al auto, se quejaba diciendo "yo no sé para qué me hacen llevar esta valija que no entra en ninguna parte". Su castellano era entendible, aunque tenía un acento que yo identificaría como de alguna región del este de Europa. Cuando por fin logró subir la valija, el taxi se impregnó de un profundo olor a ajo. Me indicó que debíamos dirigirnos a la zona de Tribunales, a la calle Talcahuano entre Lavalle y Tucumán. Luego me preguntó qué hora era, le contesté que las 11.38. Entonces me pidió que me apurara porque debía entregarle la comida a su hijo antes de las 12. Me dispuse a tratar de elegir el camino más adecuado para que la abnegada yidische mame pudiera llegar a tiempo a cumplir con su misión.
Durante el viaje se la pasó realizando una serie de comentarios a modo de protesta sobre temas tan variados como la inflación, el tránsito y los piqueteros; a los que yo, cumpliendo con la regla de oro del buen tachero (el pasajero siempre tiene razón), me limitaba a responder en forma afirmativa. Al llegar al Palacio de Justicia, agobiada por el intenso tráfico, decidió bajarse una cuadra antes del destino prefijado. No obstante, antes de descender me pidió que le diera un tiket, dejando bien en claro que una cosa eran los afectos familiares y otra distinta el mundo de las finanzas.
Mientras me pedía que la ayudara a subir la valija al auto, se quejaba diciendo "yo no sé para qué me hacen llevar esta valija que no entra en ninguna parte". Su castellano era entendible, aunque tenía un acento que yo identificaría como de alguna región del este de Europa. Cuando por fin logró subir la valija, el taxi se impregnó de un profundo olor a ajo. Me indicó que debíamos dirigirnos a la zona de Tribunales, a la calle Talcahuano entre Lavalle y Tucumán. Luego me preguntó qué hora era, le contesté que las 11.38. Entonces me pidió que me apurara porque debía entregarle la comida a su hijo antes de las 12. Me dispuse a tratar de elegir el camino más adecuado para que la abnegada yidische mame pudiera llegar a tiempo a cumplir con su misión.
Durante el viaje se la pasó realizando una serie de comentarios a modo de protesta sobre temas tan variados como la inflación, el tránsito y los piqueteros; a los que yo, cumpliendo con la regla de oro del buen tachero (el pasajero siempre tiene razón), me limitaba a responder en forma afirmativa. Al llegar al Palacio de Justicia, agobiada por el intenso tráfico, decidió bajarse una cuadra antes del destino prefijado. No obstante, antes de descender me pidió que le diera un tiket, dejando bien en claro que una cosa eran los afectos familiares y otra distinta el mundo de las finanzas.
Dando cátedra sobre la catedral
Sobre Talcahuano había acabado de dejar a una yidische mame quien estaba muy apurada por llevarle el almuerzo a su nene, al que yo imaginaba como un típico tiburón (abogado) de la zona de Tribunales. Fue entonces que, antes de que tuviera tiempo de poner primera, un hombre de unos cincuenticinco cuyo cuello blanco lo identificaba como un miembro de la iglesia, me hizo señas para que me detuviera. En ese instante pensé que quizás ese era el día de las comunidades religiosas o una forma en la que se estaba restableciendo el equilibrio cosmológico entre el yin y el yang al que hacen referencia los taoístas.
Me dijo que lo llevara a la catedral, a lo que le pregunté si se refería a la catedral que está enfrente de la Plaza de Mayo. Con cierto aire de sorpresa me respondió que si acaso había otra catedral en Capital Federal. Le contesté que no tenía bien en claro cuál era la diferencia entre una capilla, iglesia o catedral. Me explicó que ‘catedral’ era una palabra que derivaba del griego ‘cátedra’ que es el lugar donde se enseña. Luego comenzó a dar cátedra sobre una variada serie de palabras de uso habitual cuyo origen remite tanto al griego como al latín. Como una forma de seguir con el hilo de la conversación, al doblar por Diagonal Norte le pregunté si ‘obelisco’ era una palabra de origen latino. Me contestó que sí y que remitía a la palabra obelix. No obstante, yo tenía la impresión de que para la mayoría de las personas que transitan por el lugar, dicho monumento no remite precisamente al imperio romano. La charla derivó hacia cuestiones históricas y fue en ese contexto que le comenté lo importante que me parecía el poder comprender el pasado para interpretar los fenómenos del presente. A lo que, luego abonarme el monto que indicaba el reloj, suspiró y me contestó: "ojalá uno pudiera entender siempre la razón por la cual suceden las cosas".
En su voz había un aire de pesimismo que denotaba un escepticismo que yo no hubiera esperado de un hombre de fe, quien –supuestamente- adhiere a las creencias sobre designios divinos del destino. Lo cual me hizo reflexionar sobre la forma incierta en la que suele presentarse la realidad cotidiana, como inciertos son los rumbos que ha de recorrer un tachero durante el transcurso de su jornada laboral.
Me dijo que lo llevara a la catedral, a lo que le pregunté si se refería a la catedral que está enfrente de la Plaza de Mayo. Con cierto aire de sorpresa me respondió que si acaso había otra catedral en Capital Federal. Le contesté que no tenía bien en claro cuál era la diferencia entre una capilla, iglesia o catedral. Me explicó que ‘catedral’ era una palabra que derivaba del griego ‘cátedra’ que es el lugar donde se enseña. Luego comenzó a dar cátedra sobre una variada serie de palabras de uso habitual cuyo origen remite tanto al griego como al latín. Como una forma de seguir con el hilo de la conversación, al doblar por Diagonal Norte le pregunté si ‘obelisco’ era una palabra de origen latino. Me contestó que sí y que remitía a la palabra obelix. No obstante, yo tenía la impresión de que para la mayoría de las personas que transitan por el lugar, dicho monumento no remite precisamente al imperio romano. La charla derivó hacia cuestiones históricas y fue en ese contexto que le comenté lo importante que me parecía el poder comprender el pasado para interpretar los fenómenos del presente. A lo que, luego abonarme el monto que indicaba el reloj, suspiró y me contestó: "ojalá uno pudiera entender siempre la razón por la cual suceden las cosas".
En su voz había un aire de pesimismo que denotaba un escepticismo que yo no hubiera esperado de un hombre de fe, quien –supuestamente- adhiere a las creencias sobre designios divinos del destino. Lo cual me hizo reflexionar sobre la forma incierta en la que suele presentarse la realidad cotidiana, como inciertos son los rumbos que ha de recorrer un tachero durante el transcurso de su jornada laboral.
Como si fuera un potus
Siguiendo el flujo migratorio de la fauna urbana orienté mi rumbo hacia la zona céntrica de la gran ciudad. Fue una mezcla de reflejos y memoria lo que me permitió esquivar por primera vez el bache de Salguero y Paraguay, al que tenía previsto bautizar con algún sustantivo, puesto que en otras oportunidades ya le había dedicado más de un adjetivo.
En la esquina de Charcas pude divisar los frenéticos movimientos del brazo de una joven de no más de 20 años. Antes de decidirse a subir pareció observar las facciones de mi rostro, como si las estuviera sometiendo a un severo test lombrosiano. Una vez acomodada en el asiento trasero me informa que se dirigía a la facultad de Belgrano, pero que antes debíamos pasar a buscar una amiga. En la intersección de República de la India y Cabello estaba esperando su compañera, quien luego de subir y saludar a su amiga le reprochó:
— ¡Pero boluda! Cómo que no te acordabas dónde vivo, si ya vinistes un montón de veces?!
A lo que ella le contestó
— Sí boluda, ya sé, lo que pasa es que no me acordaba si era enfrente del zoológico o del botánico. Cambiando de tema. ¿Qué sabés de Jose, sigue saliendo con ese pibe? ¿Cómo era que se llamaba?
—Matías. Sí, en realidad ella lo quiere dejar, lo que pasa es que el pibe es re lindo y cuando se siente sola o aburrida lo llama. Él parece que está re enamorado y le dice que la quiere, pero a ella no le despierta nada. Me contó que lo mira y es como si estuviera viendo una planta, no sé, como un potus.
—O una palmera…
—Bueno, tanto no me contó.
Después de ese último comentario las dos coincidieron en una suerte de sonrisa cómplice.
En la puerta de la facultad de la calle Zabala finalizó el viaje. Mientras apagaba el reloj, tuve la impresión de haber escuchado una versión, quizás un poco naif, de los diálogos que mujeres deben tener en los baños públicos o cualquier otro ámbito en que estén ausentes los inquisidores oídos masculinos. No obstante, también tuve la intuición de que las temáticas de esas charlas se deben tornar más interesantes en mujeres arriba de 25. Sin embargo, sabía que mi curiosidad no sería saciada fácilmente, puesto que a medida que pasan los años las mujeres parecerían ser más cautas a la hora establecer ciertas conversaciones políticamente incorrectas, ante la presencia de cualquier eventual sujeto masculino, inclusive un ignoto tachero.
En la esquina de Charcas pude divisar los frenéticos movimientos del brazo de una joven de no más de 20 años. Antes de decidirse a subir pareció observar las facciones de mi rostro, como si las estuviera sometiendo a un severo test lombrosiano. Una vez acomodada en el asiento trasero me informa que se dirigía a la facultad de Belgrano, pero que antes debíamos pasar a buscar una amiga. En la intersección de República de la India y Cabello estaba esperando su compañera, quien luego de subir y saludar a su amiga le reprochó:
— ¡Pero boluda! Cómo que no te acordabas dónde vivo, si ya vinistes un montón de veces?!
A lo que ella le contestó
— Sí boluda, ya sé, lo que pasa es que no me acordaba si era enfrente del zoológico o del botánico. Cambiando de tema. ¿Qué sabés de Jose, sigue saliendo con ese pibe? ¿Cómo era que se llamaba?
—Matías. Sí, en realidad ella lo quiere dejar, lo que pasa es que el pibe es re lindo y cuando se siente sola o aburrida lo llama. Él parece que está re enamorado y le dice que la quiere, pero a ella no le despierta nada. Me contó que lo mira y es como si estuviera viendo una planta, no sé, como un potus.
—O una palmera…
—Bueno, tanto no me contó.
Después de ese último comentario las dos coincidieron en una suerte de sonrisa cómplice.
En la puerta de la facultad de la calle Zabala finalizó el viaje. Mientras apagaba el reloj, tuve la impresión de haber escuchado una versión, quizás un poco naif, de los diálogos que mujeres deben tener en los baños públicos o cualquier otro ámbito en que estén ausentes los inquisidores oídos masculinos. No obstante, también tuve la intuición de que las temáticas de esas charlas se deben tornar más interesantes en mujeres arriba de 25. Sin embargo, sabía que mi curiosidad no sería saciada fácilmente, puesto que a medida que pasan los años las mujeres parecerían ser más cautas a la hora establecer ciertas conversaciones políticamente incorrectas, ante la presencia de cualquier eventual sujeto masculino, inclusive un ignoto tachero.
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